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El consejero bíblico


Quien ríe último


por Gloria Rodríguez Valdivieso

Porque podemos confiar en que nuestro Dios puede sosegar todo conflicto, la mujer creyente debe sentirse fuerte, y no dejarse atrapar por la miserable y devastadora autocompasión.

Por la breve escala de nuestras vocales, corre la risa con sus diversos matices. La «a» la hace franca, espontánea, alegre; la «e» le confiere un timbre de desconfiada reserva; la «i» le presta su punto divertido, burlón; de la «o» toma el asombro y desconcierto, mientras a través de la candorosa «u» aparece recelosa y precavida.

Existe un tipo de risa ?creo yo? que no se expresa en forma audible: la risa del corazón. Y es que el corazón puede reír y llorar sin que otros se enteren.

Vengo a hablar de risa tras el recuerdo de que quien ríe último, ríe mejor, cosa que vino a mi mente al observar cómo no hay nada malo que se nos haga que permanezca impune, ni causa que alguien pisotee injustamente y al fin no resurja y se desarrolle luego mucho mejor que cuando la quisieron hacer fracasar.

Hay grados de ofensa, pero en todos los casos, antes o después, el ofendido es vindicado, y el ofensor acaba por avergonzarse, reconociendo ?dependiendo de la porción de humildad cultivada? ante el otro, o en su fuero interno, lo improcedente de su acción.

Cuando la persona ofendida, que ha esperado serena la intervención de Dios en el conflicto que la trastornaba, ve al fin cómo Él le da la mejor de las soluciones, se ríe, no con la risa del vengativo, sino la de quien, gozoso, agradece que las cosas estén donde debían estar, porque eso era lo justo, lo correcto. La suya es la risa de la que ha sabido confiar en su Señor ante las infidelidades de los otros, y obtenido el fin esperado. ¡Dios lo ha honrado! Con eso le basta, y le es más que suficiente para elevarse por encima de las mezquindades humanas. Con el poder del Espíritu Santo, ríe la última, sin por ello albergar resentimiento alguno contra el ofensor. Alborozada por la victoria, satisfecha por la vindicación, rebosa de alegría, y no puede sino cubrir con tan rarísimo producto a quienes ?imprudentes, por más sutileza que emplearan? se alzaron contra ella.

No queda en el creyente que «ríe último» rastro de amargura; ni siquiera gesto de indiferencia, sino, por extraño que parezca, un sentimiento de auténtica simpatía que, como tal, no tiene sino que repercutir en el otro, forzándole a vibrar con la misma nota de paz que repica en su propio ...

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