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El consejero bíblico


Ayudémonos a crecer

por José Young

La iglesia, entre otras cosas, debe ser una escuela. Es el lugar donde
aprendemos algunas de las lecciones más importantes de la vida cristiana y,
normalmente, allí crecemos en el conocimiento de Dios y de su camino.
Según las Escrituras, al nacer en la familia de Dios necesitamos leche,
tenemos que aprender los elementos básicos de la Palabra de Dios. Luego,
para seguir creciendo, requerimos comida más sólida. Con seguridad
recibimos alimentación por medio de la lectura personal de las Escrituras y
la meditación, pero la gran mayoría de los creyentes necesitamos recibirla
también de la iglesia.

Creo que todos estamos de acuerdo hasta este punto. Dios nos ha llamado a
crecer y extendernos hacia la madurez en Cristo. Pero donde puede haber
diferencias entre nosotros es en cómo hemos de llevar a cabo esa
instrucción básica y esencial que todo creyente necesita.
Sin duda, la manera más común de enseñar es por medio del sermón. Ya sea en
los cultos de la iglesia, la Escuela Dominical o las reuniones hogareñas,
normalmente les predicamos a los creyentes.

Sin embargo, con gran respeto hacia mis colegas, sugiero que es un error.
Yo diría (y no sólo yo) que nuestra tarea no es enseñar a los hermanos,
sino ayudarles a aprender. Piénselo. Hay un mundo de diferencia entre los
dos conceptos.

Por ejemplo, yo puedo hablar magistralmente a la iglesia sobre un tema
importante. Bien. Pero los eruditos, que han estudiado la forma cómo
aprendemos, dicen que los oyentes no van a recordar más del 10% de lo que
he dicho (y sospecho que es mucho menos). Y después de un mes, es probable
que hayan olvidado completamente sobre qué prediqué (¿Cuántos pueden
recordar tres puntos del sermón del mes anterior?).

El problema es que al predicar un mensaje, no hay ninguna seguridad de que
las personas estén escuchando. Tampoco sé si me entienden. Puede ser que
tengan una larga lista de preguntas y dudas sobre lo que he dicho. Pero yo,
inocentemente, escucho «Qué lindo sermón, pastor», y me retiro tranquilo,
sin darme cuenta de que mis «lindas palabras» simplemente han volado sobre
sus cabezas.

Tal vez he enseñado bien, de mi parte he hecho todo correctamente, pero no
les he ayudado a aprender. Hay una brecha amplia entre el predicador y el
oyente que difícilmente cerramos con un sermón o con dictar una clase. ...

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