... culminó con Juan el Bautista, el último profeta del Antiguo Pacto. Previamente también se habían producido las declaraciones proféticas de Zacarías (padre de Juan el Bautista) en Lucas 1:76-79, y Simeón, en Lucas 2:34-35, sin olvidar a Ana, profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser (Lucas 2:36-38). Así se pone en evidencia que en la inspiración profética hay una conexión ininterrumpida entre los dos testamentos, y que en ambos se manifiestan las características de proclamación y predicción, como se ve, por ejemplo, en el ministerio profético del apóstol Juan a través del Apocalipsis.
Según Mateo 13:57, Lucas 4:24 y Lucas 13:33, Jesús aceptaba que la gente lo llamase «profeta» y usaba ese título para referirse a sí mismo, así como no rechazaba el título de «maestro» («vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy», Jn. 13:13). Jesucristo es la expresión máxima del ministerio profético en el Nuevo Testamento. Sin embargo, más que profeta, Jesús es el que envía a los profetas (ver Mateo 23:34,37). Por ello insisto en declarar que nadie es profeta si no es enviado por el Señor. En Efesios 4:11 leemos que «El mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros». Esto es obvio, porque Dios es coherente consigo mismo y su criterio con respecto a los profetas es el mismo tanto en el Antiguo como en el Nuevo Pacto. Si leemos cuidadosamente el Nuevo Testamento, comprobaremos que los profetas no son elegidos por las iglesias sino por el Señor mismo. En 1 Corintios 12:28 leemos que «a unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas?etc.».
El ministerio profético puede ser definido como «el ejercicio del don de la profecía», aunque a veces una revelación profética puede ser un hecho aislado. Por ejemplo, es posible que un cristiano reciba ocasionalmente alguna luz sobre determinado asunto, sin que ello signifique que ese hermano tiene un ministerio profético continuo. La recomendación que hizo Pablo: «Examinadlo todo; retened lo bueno», está inmediatamente después de la exhortación que dice: «No menospreciéis las profecías» (1 Ts. 5:20-21). El genuino ejercicio del don de profecía no debía subestimarse, pero había que examinar todo y retener solamente lo bueno. Como ya señalé anteriormente, hay personas que no pueden dominar su delirio místico, y su frenesí las lleva a decir cosas que sólo proceden de sus mentes y no del Espíritu Santo. Por eso dispone la Palabra ...