... el soliloquio que pronuncia mientras aún se encuentra en el país lejano, el hijo pródigo abre su mente y su espíritu al oyente/lector. Quiere comer y dice: ¡Me muero de hambre! Cree que sólo con recuperar el dinero, todo lo demás se solucionará con el tiempo la comunidad volverá a aceptarlo. No tiene en cuenta que su padre quedó con el corazón herido por la agonía que tuvo que soportar al ver su amor despreciado. No hay ninguna señal de vergüenza o remordimiento mientras se habla a sí mismo en el país lejano. Si su posición fuera la de un siervo frente a su amo, el plan sería de alguna manera adecuado. Si se trata de un hijo ante un padre amoroso y compasivo, su planeada solución resulta inapropiada.
8. El momento del regreso. El hijo pródigo se arma de coraje para soportar su humillante entrada al pueblo. Recuerda la ceremonia qetsatsah y cobra ánimo para sobrellevar su vergüenza. Su única esperanza es que «la humildad» de su discurso toque el corazón de su padre y ganarse así su respaldo para ser instruido en todo lo suficiente y poder convertirse en un asalariado. Se supone que el hijo pródigo regresará con opulentos presentes para la familia. El hijo pródigo no sólo vuelve con las manos vacías, sino que vuelve en falta luego de haber agraviado a su familia y a la comunidad al irse. Sufre este doloroso camino de regreso por una única razón: «¡Me muero de hambre!».
Pero, ¿qué hay del padre? Sabe que su hijo fracasará. Día tras día espera con los ojos fijos en la poblada calle del pueblo, que en la distancia da al camino por el que desapareció su hijo con arrogancia y grandes esperanzas. Sabe perfectamente bien cómo la comunidad recibirá a su hijo, cuando regrese fracasado. En consecuencia, el padre también prepara un plan: ir al encuentro de su hijo antes de que éste llegue al pueblo. El padre sabe que si logra reconciliarse con su hijo en público, ningún miembro de la comunidad se atreverá a insinuar que se debe proceder con la ceremonia qetsatsah.
Cuando el padre lo ve, él «todavía estaba lejos» (v.20). Por tercera vez el padre rompe el molde del patriarcado de Medio Oriente. Se levanta el borde de su larga túnica y corre a recibir a su hijo, el cuidador de cerdos. Se le echa al cuello y lo besa antes de escuchar el discurso preparado. El padre no demuestra amor en respuesta a la confesión de su hijo, sino que de su propia compasión se descarga a sí mismo, toma forma de siervo y corre a reconciliarse con su alejado hijo. En Medio ...