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El consejero bíblico


Quien ríe último / Continuación

... corazón. Y esto, in crescendo para siempre. Todo, por haber sabido esperar con paciencia la divina intervención, cuando por sí mismo no pudo resolver nada.

Porque podemos confiar en que nuestro Dios puede sosegar todo conflicto, la mujer creyente debe sentirse fuerte, y no dejarse atrapar por la miserable y devastadora autocompasión.

Nunca me he sentido tan mal ante mis propios ojos, como cuando he caído en esa trampa, ni presenciado espectáculo más deprimente que el ofrecido por la hermana llorosa por ofensas que debe aprender a dejar en las manos del Todopoderoso.

Es una pena llorar por nosotras mismas en tales situaciones, cuando diariamente contemplamos multitudes por las que sí deberíamos derramar ante el Señor ríos de lágrimas. Eso era lo que hacía David al ver a quienes, alejados de su Hacedor, menospreciaban su santa ley. (Sal. 119:136).

La práctica de llevar a Dios, junto con las nuestras, las necesidades de los otros, nos hace descansar en cuanto a las propias «pequeñas-grandes» luchas, confiadas en que de éstas se encarga Él, si en verdad andamos en obediencia. «Pondré a salvo al que por ello suspira», nos afirma. Y nosotras, como el salmista, podríamos pedirle, y luego esperar tranquilas: «De tu presencia proceda mi vindicación», confiando en que El ha de vengar nuestros agravios (Sal. 12:5; 17:2; 18:47). ¡Hay tanto bueno en que concentrarnos y por lo que estar agradecidas!

El egocentrismo es el pivote sobre el que giran todas nuestras discordancias e incoherencias, haciéndonos frías, duras y altivas, con lo cual herimos a otras o, heridas por ellas, nos cerramos al amor.

Nuestra vida transcurre en el taller de Dios desde el momento en que creímos en Cristo como Salvador, aprendiendo el oficio que supera en dignidad a cuantos en el mundo hay: el de colaboradoras suyas. Como tales, nos va preparando para nuestra diaria intervención. Ahora bien, si no todas somos superdotadas, sí hay algo para lo que todas estamos cualificadas: para alentar y consolar. Para ejercer esta tarea debemos practicar la sensibilidad hacia los otros, atentas a darles el trato para nosotras mismas deseado. Lo demás vendrá fácilmente después, adquirido a los pies del Señor.

Esta lengua nuestra, que tantas veces nos deja en mal lugar, ha de rendirse diariamente al servicio de su Creador, dispuesta a pronunciar palabras que produzcan el milagro de disipar la sombría y viscosa nube que, a veces, sin que ...

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